Las noches que nos robaron

Hay veces en las que te joden la noche y te obligan a ser valiente, a ponerte en medio y parar la fiesta para llegar a salvo a tu casa. Y es una puta mierda.

Nacho Diez

Anoche tuvimos que ser valientes. Nos obligaron a serlo y nos arruinaron la noche en la que despedíamos una parte del verano. Iba a ser de esas noches tranquilas pero divertidas, de las que salían bien por eso de ser las últimas, de las que te dejan con buen sabor de boca hasta el verano siguiente.

 

Mi amiga y yo salimos a un garito del pueblo en el que llevamos veraneando desde que tenemos uso de razón —aunque este sea el primer año en el que nos hemos dado cuenta de que compartimos playa— a tomar un par de mojitos. Al llegar saludamos al dueño, nos sentamos en una de las mesas, conocimos a cuatro o cinco guiris y estuvimos con ellos hasta que se fueron.

 

Mi amiga y yo, ahora un poco contentos por el mojito y el gintonic, nos quedamos solos y en una de las típicas conversaciones de barra se nos acercó un señor de 50 años con una excusa cutre, nos dijo que estaba solo y que se quedaba con nosotros. Mi amiga iba borracha, yo aún no mucho y nos pareció buena idea, era majo, amable y nada sospechoso. Se ofreció a pagarnos una copa, nos negamos amablemente. “Madre mía, podría ser vuestro padre” dijo entre risas seguido de una imitación cutre de Darth Vader y la famosa frase del personaje a la que no supe cómo reaccionar.

 

Mi amiga, en un momento dado necesitó vomitar en el baño, la acompañé y el señor nos trajo un vaso de agua que le agradecimos. Cuando mi amiga se sentó en la terraza —vacía por la normativa horaria municipal y en la que solo quedaba algún camarero limpiando— a tomar el aire, el señor aseguró que “ahora sí que no os puedo dejar solos” por el estado en el que se encontraba mi amiga. Insistí en que no hacía falta, que yo estaba allí, que estábamos tranquilamente tomando el fresco y que si necesitaba algo yo me encargaría.

 

El señor se ponía pesado y asumía una supuesta responsabilidad que no le tocaba. Mi amiga no estaba en su mejor momento. Y empecé a darme cuenta de que algo no olía bien.

 

“¿Dónde vivís? Yo vivo aquí cerca y tengo dos camas libres, así que no os sintáis…” dijo él. “No, no —le corté yo—. Vivimos cerca y nos pediremos un taxi en nada. No hace falta que nos invites a tu casa”. Él me dijo que no me preocupara, que no diera a entender que él iba a “violar” a mi amiga. Yo no había dejado caer nada, simplemente estábamos incómodos con su presencia y su insistencia.

 

“¿Tú confías en mí?”, le dijo a mi amiga —muy poco consciente del percal, pero que me lanzaba esas miradas de ayuda que solo entienden las amigas cuando algo va mal— insistiéndole en que nos metiéramos con él en un taxi, haciendo caso omiso a mi negativa. Vamos, NombreDeMiAmiga”, hizo el amago de cogerla del brazo y levantarla de la silla. Me puse en medio.

 

Estoy seguro de que mi amiga podría haberse defendido sola, pero cuando bebes hay veces en las que no eres tan contundente ni te sientes con tanta fuerza como de costumbre. De pie entre el señor y mi amiga, le dije muy serio y con más asertividad de la que suelo practicar que lo dejara, que no necesitabamos su ayuda y que no le conocíamos de nada más allá de una conversación fugaz en la barra del bar hace quince minutos.

 

Se encaró frente a mí. “Es mi opinión porque la he conocido [a mi amiga] antes en la barra. Quítate, quiero hablar con ella”. Yo seguí serio y enfadado, le dije que sintiéndolo mucho ahora estaba hablando conmigo y que con ella no tenía nada que hablar. Tenéis veinte años, deberías estar agradecido por mi ayuda. Una ayuda que nadie había pedido y que nadie necesitaba. Dos camareros con los que habíamos hecho buenas migas se acercaron para ver si todo estaba bien. No, no lo está. Este señor al que no conocemos de nada nos está insistiendo en meternos en un taxi con él y en llevar a mi amiga a dormir a su casa dije sin apartar la mirada de los ojos del baboso de 50 años. “A mí me conoce todo el mundo en este bar” dijo mientras llamaba a un camarero con el que, al parecer, tenía confianza. El camarero le dijo que se largara.

 

El conflicto acabó, mi amiga tomó un vaso de agua y después de recuperarnos del shock que había supuesto esos cuarenta minutos tan violentos, nos metimos en un taxi en dirección a su casa.

 

Escribo esto desde la rabia, el enfado y la confusión. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera ido más borracho y no hubiera sido consciente de las machistadas de manual y las intenciones de aquel hombre? ¿Y si mi amiga hubiera estado sola y no hubiera podido negarse en rotundo a la oferta de aquel señor de ir a su casa en taxi? Y no ya negarse en rotundo, que lo estaba haciendo cuando decía en alto que se fiaba más de mí que de aquel desconocido, sino oponer la resistencia necesaria para que aquel imbécil desistiera.

 

Nadie se dio cuenta de lo que pasaba hasta que el señor y yo comenzamos a alzar la voz. Nadie. Ni los camareros, ni la gente del local, ni los que estaban a nuestro alrededor en la barra vieron raro que un hombre de 50 años se acercara a dos chavales de veinte e intentara pagarles las copas. Por suerte alzamos la voz, pero hay veces en las que no hay nadie para hacerlo, para montar ese circo necesario que hace que las miradas se posen en ti y te sientas menos solo, más protegido por la mayoría de ese bar que ahora está pendiente de tu conversación y de lo que pueda pasar. ¿Pero qué pasa cuando nadie te mira? ¿Qué hubiera pasado si mi amiga no hubiera podido alzar la voz y ese hombre, en un trampantojo de preocupación y buen hacer, se la hubiera llevado a casa?

 

Cuando llegaron los camareros le dijeron al señor del 50 años que se largara, desde el punto de vista de “no te renta meterte en esto”. No pusieron atención a cómo se sentía mi amiga, ni a qué había pasado. Cuando intenté explicárselo me dijeron que “ya está, ya se ha ido”, cómo si lo que hubiera pasado y el shock de mi amiga y el mio se hubieran ido con él, cómo si no hubiera que aprender de las tragedias que se quedan en nada —si es que esto puede considerarse como nada— para intentar prevenirlas antes y de mejor forma. ¿Qué pasa con el susto y el malestar de mi amiga?

 

Ahora estoy en un AVE volviendo a Madrid pensando que la letra de la canción Yo solo quiero amor, compuesta por Rigoberta Bandini y banda sonora de la película ‘Te estoy amando locamente’ me sirve para cerrar este artículo. “¿A dónde van las copas que no nos pudimos tomar?” ¿A dónde van las noches que nos jodió un machista casposo, un grupo de homófobos, un racista o un tránsfobo asqueroso que no debería estar allí? ¿A dónde van las noches de verano con amigas que no disfrutas, la infancia que te pierdes mientras escuchas “nenaza” o “machorra” o “travelo” en cada esquina? ¿A dónde va la inocencia que te arrebatan, obligándote a ser valiente para defenderte de una agresión en el patio del colegio o en un garito de tu pueblo?

 

Y ahora, desde este AVE viendo los olivos de Andalucía pienso que el año que viene, cuando volvamos a salir por nuestro pueblo lo haremos con las alertas bien encendidas por si algo así vuelve a ocurrir, por si otro imbécil decide volver a jodernos la noche y por si esta vez no se queda en un susto. Saldremos de fiesta con las alertas encendidas y sin disfrutar del todo porque, quizás, si no hay nadie que pueda alzar la voz, si no hay nadie que se dé cuenta, esa sea nuestra ultima fiesta.

Ignacio Diez | De momento, ningún derecho registrado