Tirarse a la bartola

Este texto se quedó en mis notas del iPhone el año pasado. Hoy lo rescato mientras intento ponerle palabras al verano presente.

Nacho Diez

Otro verano más ha vuelto a fallecer Chanquete en La 2 de TVE. Cada año, la pública vuelve a emitir en los meses de verano la mítica serie de Antonio Mercero. Que muera Chanquete solo puede significar que el verano se acaba, que toca hacer las maletas y despedirnos hasta el año que viene mientras el Dúo Dinámico suena de fondo.

 

Llevo desde principios de agosto en un pueblo costero de Málaga, uno de esos pueblos de pescadores que ahora ha sucumbido a la masificación del turismo anglosajón —hoy el presidente de la comunidad de vecinos ha llamado a la puerta contando que en la próxima junta de propietarios quieren prohibir los pisos turísticos en el edificio. Bien—. Y aunque vengo todos los agostos desde que tengo uso de razón, este ha sido el primer año en el que he sido consciente de que aquí se anda más despacio.

 

Me di cuenta al llegar de Madrid. Dejé las maletas, cogí un libro, me puse los cascos y salí escopetado, a última hora de la tarde, hacia el pequeño mirador desde el que se ve toda la costa. Llevaba todo el año esperando a estar allí sin mayor preocupación que la de que el sol aguantase unos minutos más, los suficientes para poder terminar el capítulo. Después de algo más de una hora leyendo y mirando esa línea del horizonte que dibuja el mar al encontrarse con el cielo, volví a casa. Esta vez sin cascos y sin prisa, con todo el tiempo del mundo para disfrutar de la media hora de paseo marítimo que me quedaba.

 

Llevo todo el curso pensando en cuándo llegaría el verano. No por viajar mucho, ni por hacer mil planes y visitar sitios nuevos, sino con la esperanza de poder parar. Desconectar de la rutina. Escapar de unas calles madrileñas que, en ocasiones, no son amables ni invitan a recorrerlas con tranquilidad. Este agosto solo deseaba que me sobrara el tiempo para tirarme a la bartola, tomar el sol hasta conseguir un moreno aceptable, sentir la brisa salada del mar ondulándome el pelo mientras se seca al salir del agua, y tomar un vermut con unas gildas —este que escribe no olvida ni en verano las buenas tradiciones madrileñas— en cada aperitivo del mediodía.

 

Cada tarde procuro darme un pequeño paseo hasta ese mirador del que os hablaba mientras cae el sol. A veces lo hago por la orilla, viendo las decenas de sillas de playa vacías que los bañistas abandonan para hacer lo mismo. Un peregrinaje a ninguna parte para aprovechar los últimos rayos de luz del día. Las abandonan porque saben que aquí nunca pasa nada, con la certeza de que, cuando regresen, seguirán en el mismo sitio en el que las dejaron. Tienen la suerte de poder olvidarse de ellas por un momento.

 

La imagen que deja una silla vacía mirando al mar no puede recordarme a otra cosa que a la vejez. Entendida como ese momento vital en el que más tiempo libre tienes —o así debería ser— para vivir la vida. Que no es otra cosa que poder decidir a qué dedicas tu tiempo en cada momento: leer, disfrutar, descansar o compartirlo con tus seres queridos. Qué gusto da conjugar esos verbos en verano. Ojalá se pudiera hacer con la misma facilidad durante el resto del año.

 

Pienso entonces en lo que ganaríamos si nuestras vidas, especialmente las de los más jóvenes, se parecieran más a una silla de playa: para dejar de correr, para dejar de llegar tarde. Tarde a un trabajo estable —el 26,58% de los menores de 25 años están en paro—. Tarde a un hogar digno en el que formar un proyecto de vida —en Madrid nos independizamos con más de 30 años de media—. Tarde mientras hacemos malabarismos para pagarnos la carrera —Madrid tiene las tasas universitarias más altas del Estado español—. O tarde, por ejemplo, para habitar nuestra ciudad y nuestros barrios —en la ciudad de Madrid hay más de 15.000 pisos turísticos ilegales—. Porque donde antes había una peluquería del barrio, una carnicería, una escuela de música o una ferretería, ahora hay un Airbnb sin ningún tipo de licencia, una cadena de smash burguers o una cafetería aesthetic que provoca la desaparición del comercio de proximidad, el borrado de la comunidad y los cuidados entre vecinas, y el efecto llamada a los alquileres temporales.

 

El año pasado escribía que durante las Fiestas de la Virgen de la Paloma, en agosto, los madrileños recuperan una ciudad que durante el año ha sido entregada al ritmo de los coches y los turistas. Y que por eso engalanan las calles y ocupan las plazas durante unas semanas para convertir barrios como La Latina o Lavapiés en una gran verbena popular en la que a nadie se le niega una verdadera limoná madrileña. Este año, mis amigas y yo no hemos dejado de decir “esto está lleno de turistas” mientras paseábamos por Calatrava o bailábamos en las Vistillas. Y es que sorprende que, en pleno agosto, Madrid siga hasta los topes. Incluso la presidenta de la región lo reivindica como algo puramente positivo para la ciudad. Ese modelo del cuanto más, mejor que se olvida de que en Madrid cada vez crece más la desigualdad, mientras que la riqueza y la tranquilidad solo aumentan en barrios concretos. Ese modelo que se llama Partido Popular y que lleva ya más de treinta años gobernando la Comunidad de Madrid.

 

Por eso, ahora que acaba el verano, que Chanquete vuelve a no estar entre nosotros y que la actualidad —y nuestras vidas— comienza a acelerar, solo le pido al pueblo de Madrid que recuerde, durante todo el año, ese espíritu de calma y comunidad que se respira en sus fiestas de agosto. Que nos miremos cara a cara, orgullosos de ser de Madrid, vengamos de donde vengamos. Y que construyamos barrios y pueblos menos vertiginosos. Que nos dé tiempo a tener tiempo.